Con una descuidada planificación, “Yo, también” intenta loablemente dignificar al discapacitado. Se inscribe en el ramillete de dramas sociales urbanos del cine español, de cierta sociología de andar por casa y corrección política.
Se fue del último Festival de San Sebastián como la gran triunfadora por lasConchas de Plata que se llevaron sus actores, y tuvo un considerable impacto mediático por la realidad planteada. No es, sin embargo, una cinta que se aleje demasiado de los dramas sociales urbanos a los que el cine español se ha abonado, de cierta factura televisiva con ribetes de frescura y autenticidad, con la pretensión de estar muy pegados al terreno y a cierta sociología de andar por casa y corrección política. El planteamiento es sencillo, pues sólo trata de mostrar los intentos de un joven licenciado consíndrome de Down que comienza a trabajar como funcionario en la Junta de Andalucía, aspirando a sentirse y ser tratado como “normal” en su búsqueda de la felicidad. Y Daniel —que así se llama— se enamora de una compañera de oficina, Laura, mujer maltratada por la vida y de oscuro pasado que ha roto con su familia, que trata de sepultar su necesidad de cariño con sexo y alcohol. Las relaciones de amistad y amor entre ellos en un mundo que busca escapar a la soledad serán el terreno que exploren Álvaro Pastor yAntonio Naharro al dirigir “Yo, también”.
Los directores buscan la realidad desde el punto de vista estético y llevan la cámara en mano para rodar en la calle, para introducirse en el bullicio de un estadio deportivo o en una discoteca, para asistir a las sesiones de baile que los Servicios Sociales prestan a los discapacitados psíquicos. Abundancia de primeros planos con descuidada planificación y una fotografía de grano grueso hacen que el espectador tenga la sensación de ver la realidad de unos individuos que huyen del pasado o de su propia existencia, que aspiran a ser reconocidos por lo que son, y a los que les cuesta asumir su condición… tal como es. Sin embargo, esa realidad se termina con la necesidad de Daniel —y de la pareja de “bailarines”— por que se le reconozca su capacidad para amar y para el sexo, y Pastor/Naharro caen en artificios e incoherencias para conducir la trama a buen puerto. Además, deciden no desarrollar las subtramas de las dos madres hiperprotectoras empeñadas en negar la evidencia, o del duro pasado familiar de Laura apenas apuntado al final. Historias que, sin duda, tendrían mayor carga dramática e interior que la principal.
Resulta loable el intento por dignificar al discapacitado… “porque somos personas” —grita Daniel al inicio—, y en resaltar su enorme capacidad afectiva y su gran aportación al entorno. Pero flaco favor les hace el retrato superficial que, por momentos, se hace de ellos (el caso de Daniel no es significativo, por lo que traiciona el reclamo realista). Guión respetuoso, sin embargo, con todos los personajes, pues tras los habituales conflictos dramáticos se les ofrece a madres e hijos la oportunidad de enderezar sus perspectivas, de curar las heridas sangrantes, de seguir buscando la felicidad. Buenas interpretaciones de Pablo Pineda y Lola Dueñas: aunque el primero hace de sí mismo, no hay que quitarle mérito al trasmitir una interioridad conmovedora y natural; ella desempeña con soltura el papel de mujer desquiciada afectivamente y en la que rebrota una humanidad mancillada, al tiempo que recobra el color de su pelo (con un pasado tan sutilmente contado, como crucial para entenderlo todo). Pero el guión no permite más. La historia de superación personal recuerda a “El truco del manco” y a “Las alas de la vida”, y puestos a elegir… me quedo con aquellas. Al final, una bienintencionada crónica humana y social, donde los llamados “normales” parecen ser los más discapacitados —necesitados— de ayuda y afecto, y donde todos tenemos que aprender a querernos tal y como somos
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